Por Carlos Hinojosa*
*Escritor y docente zacatecano
Cuando por fin nos alcanzó el temido y cabalístico año 2000, el sociólogo Jeremy Rifkin nos brindó un premonitorio comentario sobre lo que se avecinaba: «avanzamos hacia un nuevo período en el cual se compra cada vez más la experiencia humana y forma de acceso a múltiples y diversas redes en el ciberespacio».[1] Como si de convertir en realidad las profecías del Ciberpunk, en este 2018 que inicia nos enfrentamos con el cabal cumplimiento de dicho vaticinio, con la llegada de lo que podemos considerar como la primera generación de mujeres y hombres que suelen pasar la mayor parte de su tiempo perennemente conectados a los dispositivos que les brindan acceso al ciberespacio, como señala Rifkin: «El suyo es un mundo más teatral que ideológico y más orientado por un ethos del juego que por un ethos del trabajo»,[2] con todas las consecuencias que esto acarrea, como el inverosímil número de ninis (jóvenes que ni estudian ni trabajan) que padecemos en México, millones de seres humanos para quienes “la vida es un juego”, como si de una canción de Antonio Aguilar se tratara.
Años antes que Rifkin, tal vez previendo las similitudes entre el advenimiento de las tecnologías informáticas con lo ocurrido cuando las máquinas de vapor desplazaron a los productores artesanales, el filósofo checo Vilém Flusser, al considerar que nos encontrábamos en una Tercera Revolución Industrial (cuando los dispositivos mecánicos serían sustituidos por los electrónicos), afirmaba:
[Este] nuevo hombre nacido alrededor de nosotros y en nuestro propio interior en realidad carece de manos […] Lo que queda de las manos son sólo las puntas de los dedos, las cuales presionan el teclado para operar con símbolos [o las pantallas de tablets y smartphones]. El nuevo hombre ya no es una persona de acciones concretas, sino un performer: Homo ludens, y no Homo faber. Para él, la vida ya no es un drama y se ha convertido en un espectáculo. Ya no se trata de acciones, sino de sensaciones. El nuevo hombre no quiere tener o hacer, él quiere vivir. Quiere experimentar, aprender y, sobre todo, disfrutar.[3]
Precisamente, tal descripción es la que se ajusta a un fenómeno como el que he citado con anterioridad, con todos los pros y los contras que presenta, por ejemplo, la familiarización de las nuevas generaciones con el desarrollo tecnológico, lo que se observa al percatarse de que los niños aprenden más fácilmente que los adultos a manejar los gadgets; pero la otra cara de la moneda la brinda la deshumanización que padecemos claramente en varios países latinoamericanos, donde esa misma niñez no duda en enrolarse a los cada vez más grandes ejércitos de sicarios de los cárteles del narcotráfico.
De cualquier forma, hemos llegado a la era que tal vez vea la más grande expansión de la web, la telefonía celular y la comunicación inalámbrica, la época de los medios masivos como extensión de la mente del ser humano, o eso queremos creer, porque ya no sabemos dónde termina la pantalla de nuestros dispositivos y en dónde empieza la del mundo «real», como ya lo habían apuntado Lipovetsky y Serroy hace un lustro:
¿Escapa o escapará algo a la hipertrofia pantallogruélica? Porque somos testigos de una proliferación de pantallas, prodigioso universo en expansión que aleja sin cesar sus límites. Pantallas que ya están ahí, pantallas que se interconectan, pantallas que acaban de llegar, pantallas que llegarán. Todas las pantallas del mundo acaban perfeccionando la original, el lienzo blanco del cine.[4]
En efecto, nunca tuvimos tantas pantallas a nuestro alrededor, sólo hay que ver las filas interminables de consumidores de Smart TV’s durante lo que en México se denomina El Buen Fin y, en Estados Unidos, Black Friday. Se supone que las pantallas nos brindan información incesante, al tiempo que, con la llegada de la interactividad, nos han abierto una puerta (o ventana) a la expresión, el diálogo, el juego, el trabajo, la compra–venta. Como siempre, desde que el ser humano lo es, o pretende serlo, tal vez sólo se trate de nuestra constante búsqueda de bienestar, aunque con el «pero» antes señalado: si antes buscábamos cosas de calidad y que funcionaran de manera excelente, para no tener que cambiarlas a cada rato, hoy en día nuestra sociedad de consumo actúa de una manera menos racional, dejándose llevar por sus emociones, a veces sin medir las consecuencias de dicha actitud, como lo demuestra la terrible crisis del calentamiento global, que nos ha conducido al umbral de una nueva extinción masiva, la cual, ninguna duda cabe, seguiremos desde las pantallas de nuestros dispositivos, no sea que perdamos la oportunidad de una selfie tan especial:
De acuerdo con una publicación de la Universidad de Stanford, los humanos seremos tristes testigos de la primera extinción masiva de fauna, precisamente, porque somos también los directos responsables de la gran tragedia ecológica y ambiental que se avecina […] Rodolfo Dirzo [amplía] la información suministrada en su último ensayo publicado en la prestigiosa revista Science. «Estamos ad portas de la sexta extinción masiva de animales y plantas en nuestro planeta, la última registrada fue la extinción de los dinosaurios hace aproximadamente 75 millones de años», dice el profesor de la Universidad de Stanford (EE. UU.)[5]
NOTAS:
[1] Jeremy Rifkin, La era del acceso: la revolución de la nueva economía, Barcelona, Paidós, 2000, p. 22.
[2] Ídem, p. 23.
[3] Vilém Flusser, A não coisa [1], En Flusser, V., O mundo codificado, São Paulo, Cosac Naify, 2007, p. 58.
[4] Gilles Lipovetsky y Jean Serroy, La Pantalla global: cultura mediática y cine en la era hipermoderna, Barcelona, Anagrama, 2009, p. 268.
[5] http://www.semana.com/vida-moderna/articulo/se-aproxima-la-sexta-extincion-masiva-de-animales/399799-3
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