El reciente fallecimiento de Bernardo Bertolucci,[i] uno de los directores más interesantes y polémicos de la historia del cine —sólo hay que recordar la secuencia de la mantequilla empleada como lubricante sexual en El último tango en París (1972), y las acusaciones de abuso sobre la protagonista, Maria Schneider—, nos permite acercarnos a una de sus películas más infravaloradas, Los soñadores (The Dreamers, 2003), un cuadro magistralmente realizado que funciona como un espejo reflejando a otro: una apología sobre el poder del cine, así como una advertencia a quienes abandonan ese poder en busca de una estética pura.
La película, ambientada en medio de los disturbios populares que azotaron París hace medio siglo, tal y como también acontece actualmente, sigue la estancia hedonista de tres jóvenes amantes del cine: Matthew (Michael Pitt), un joven estadounidense que estudia en Francia, y Theo (Louis Garrel) e Isabelle (la siempre bella y talentosa Eva Green), un par de gemelos parisinos a quienes Matthew conoce en la Cinemateca Francesa.[ii] Sin embargo, a pesar del turbulento e histórico telón de fondo de la película, Bertolucci ignora en gran medida a los manifestantes; en cambio, la mirada de la cámara se dirige hacia los tres personajes que, a pesar de profesar una aparente solidaridad con los ideales de la revolución, se retiran cada vez más al mundo enclaustrado y sibarita de su propia creación. Y es en esta disonancia, entre el poder de las ideas y las vidas estériles e indulgentes de quienes las sostienen, donde brilla la verdadera belleza de la película.
De hecho, el filme es sumamente hermoso. En el ático donde el trío derrocha sus días, las escenas se imbuyen con un sentimentalismo light junto a una belleza silenciosa y etérea. A medida que los gemelos, cuyos padres se han ido de vacaciones de verano, invitan a Matthew a su mundo, nosotros, como espectadores, nos sentimos atraídos junto con él. Y en este entorno —repleto de paredes decrépitas, carteles de diversos ideólogos y campañas, así como un surtido ecléctico de estatuas, discos y botellas de vino desechadas— los personajes pueden escapar de las costumbres represivas de la sociedad y entrar en un Edén de su propia creación.
Para muchos espectadores, sin embargo, el mundo que Bertolucci construye no parece ser uno de belleza y refinamiento, sino de ostentación arcaica y cliché desgastado. Matthew, Theo e Isabelle pasan gran parte de la película descansando en el suelo, desnudos o casi desnudos, debatiendo sobre el maoísmo, citando la afamada revista Cahiers du Cinema, divirtiéndose con pantomimas fugaces y cuadros de escenas de películas famosas. Estas discusiones, aunque tratadas con una seriedad solemne y juvenil por parte de los protagonistas, no dejan de ser quijotescas y nostálgicas. Los soñadores parecen atrapados en los conceptos metafísicos del cine, divorciados de la realidad, existiendo en una especie de limbo entre el idealismo y la banalidad. Y este efecto sólo se ve acentuado por Bertolucci, quien inyecta en su relato fílmico secuencias de películas clásicas —que a menudo son imitadas por los personajes—, haciendo eco a la obra de teatro dentro de otra, en el Hamlet de Shakespeare. Lo dicho, un juego de espejos.
Es fácil, por tanto, ver a Los soñadores como un homenaje al cine diestro y de mano dura de Bertolucci. Después de todo, Matthew, Theo e Isabelle representan los estudiantes de cine arquetípicos. Pueden citar el canon de la facultad cinematográfica y pasar sus días debatiendo los respectivos méritos de Keaton y Chaplin. Incluso algunos de sus actos sexuales experimentales, que van desde lo tierno hasta lo aberrante, se inician cuando uno de los personajes fracasa en el juego de la pantomima fílmica. En resumen, esta película parece ser un pantagruélico homenaje cinematográfico: tres cinéfilos, poseídos por el amor y la pasión por el cine, unidos en un apartamento parisino, estrecho y desordenado. No es de extrañar que algunos espectadores consideren que la película se percibe forzada y con cierta afectación.
Tal lectura, aunque comprensible, también parece simplificar en exceso la belleza y los matices de lo que Bertolucci ha logrado con Los soñadores. Después de todo, como sugiere el título, Bertolucci se propone construir un sueño. La puesta en escena del apartamento, impregnada por la luz tenue de las lámparas y velas, está repleta de una mezcla que satura los sentidos: piezas de arte, decoraciones y los residuos producidos por las escapadas inconscientes de los soñadores. Juntos, estos elementos convergen para dar al espacio una calidad onírica.
El escenario, perpetuamente nebuloso e incomprensible por la gran profusión de estímulos visuales, sirve como un hermoso limbo donde el trío discute y debate (pero nunca actúa) sobre ideales profundos. En resumen, el mundo de los soñadores es un lugar de emulación, digresión y exploración impotente. Es un ambiente onanista donde los personajes imitan ideales mayores (ya sea a través de la suplantación literal de escenas de películas o de sus debates sobre teoría cinematográfica, política y cultural) sin encarnarlos jamás.
En ninguna parte este mundo ostensiblemente empírico, un viaje hacia un estado de indulgencia desenfrenada y exceso, se observa más vívidamente desplegado que en los momentos anteriores a que Matthew tome la virginidad de Isabelle, acabando con cualquier duda que tuviera sobre la existencia anómala de los gemelos. Después de todo, la aceptación, por parte de Matthew, del estilo de vida de sus nuevos amigos comienza, irónica y abruptamente, con una muerte, pero no literal, sino con Theo, dentro de la pantomima con la que los tres personajes se divierten en varias ocasiones a lo largo de la película, recreando la escena final del Scarface (1932) de Howard Hawks.
Al caer Theo, con la mano en la garganta y jadeando, su forma sombría parece mezclarse con los tonos claroscuros de la alfombra. Incapaces de adivinar la escena, Matthew e Isabelle se ven obligados a «pagar la prenda»: deben hacer el amor delante de Theo. Y es en tal momento, como si los personajes hubieran llegado al apogeo metafísico de su exploración epicúrea, que Bertolucci impregna esta secuencia de una cualidad extraña, onírica.
De hecho, a medida que se lanza el desafío y se prepara el escenario, dicha toma, a través de una iluminación tenue, colores apagados y una banda sonora cuidadosamente seleccionada, parece poseer un aire que es a partes iguales surrealista y sublime. Mientras los tres personajes se sientan, fumando cigarrillos, bebiendo vino y discutiendo sobre la legitimidad del desafío, sus sombras danzantes y formas apagadas parecen fundirse y mezclarse con los desechos y los escombros de la habitación circundante Esta atmósfera desordenada, que de otra manera parecería repugnante y patética, adquiere un espíritu de liberación cuando se ve acompañada por la tenue iluminación de la escena.
Después de todo, la iluminación, que amortigua el desgaste potencial del momento, engendra una especie de suspensión de la incredulidad, tanto en los personajes como en el público, como si la escena, imbuida con un flujo y una recurrencia eternos que saturan los sentidos, marcara la transición de Matthew hacia un aislado reino trascendente. Este efecto sólo es acentuado por Isabelle quien, al quitarse la ropa, pone en marcha una grabación con «La Mer» de Charles Trenet. Contrario a la posibilidad de que la música actúe como una fuerte intrusión narrativa, este momento, en cambio, le da fuerza al personaje de Isabelle; al tocar la canción, ella y Theo son capaces de impregnar su propio mundo con refinamiento, arrojando una bella membrana auditiva sobre sus comportamientos tan poco convencionales.
La gran ironía de Los soñadores es que el espacio etéreo e intrascendente en el que viven los protagonistas contrasta con una serie de acontecimientos históricos que han demostrado ser enormemente significativos, especialmente para el mundo del cine. En las protestas tras el despido de Henri Langlois,[iii] los principales campeones del cine —entre ellos directores, actores, burócratas y multitudes de ardientes cinéfilos— encontraron la oportunidad de hacer declaraciones audaces sobre el futuro del cine como forma de arte. Sin embargo, mientras los debates se agitaban en los periódicos y la conmoción envolvía las calles parisinas, los personajes de Bertolucci permanecían enclaustrados en su casa.
Las pocas veces que Bertolucci dirige la cámara al tumulto más allá de las paredes del departamento, a menudo en forma paralela con las ilustraciones del aberrante estilo de vida de Matthew, Theo e Isabelle, les recuerdan a los espectadores que existe un mundo real más allá de las fantasías de los soñadores. Y a través de esta disonancia —entre lo onírico y lo real, lo hueco y lo consecuente—, Bertolucci convierte a los tres personajes en un ejemplo de vanagloria. De hecho, Matthew, Theo e Isabelle sirven como muestras del destino de aquellos que adoran la estética auto–propuesta, que boicotean la forma sobre el contenido, que se enamoran de la idea del cine, mientras pierden de vista su verdadero poder para influir en el cambio.
[i] https://www.letraslibres.com/espana-mexico/cinetv/bertolucci-la-brutalidad-y-la-belleza
[ii] http://www.ocec.eu/cinemacomparativecinema/index.php/es/11-materiales-web/62-50-anos-de-la-cinemateca-francesa-60-anos-de-henri-langlois
[iii] Henri Langlois fue un cinéfilo y archivero de cine francés. Langlois se destacó en la conservación y restauración de filmes, y fue uno de los fundadores de la Cinemateca Francesa. La Cinemateca es sin duda el centro de documentación y archivo cinematográfico más importante y dinámico del mundo. Las consecuencias son evidentes: toda la nouvelle vague surgió de la Cinemateca. Godard, Truffaut, Chabrol, Resnais, Rouch, Doniel-Valcroze y un amplísimo etcétera, comenzaron a conocer profundamente el cine gracias a la labor de Langlois. La importancia pues de un centro de estas características no es sólo teórica, sino que incidió e incide notablemente en el panorama cinematográfico mundial. En 1968, Langlois fue destituido de su cargo de director del centro que había creado, sin embargo, la decisión tuvo que ser revocada a los dos meses ante la reacción unánime, inmediata y airada de todos los realizadores europeos de prestigio, encabezada, naturalmente, por los componentes de la «nueva ola»: https://elpais.com/diario/1977/01/15/sociedad/222130810_850215.html
Carlos Hinojosa*
*Escritor y docente zacatecano
No Comment