Axis Mundi-EU y la migración centroamericana: la serpiente se devora a sí misma


Dice un conocido refrán: «lo que no puedas ver, en tu casa lo haz de tener», lo cual hemos podido comprobar con tristeza y decepción por los miles de comentarios racistas, xenófobos y aberrantes que han saturado las redes sociales desde la llegada de la caravana de migrantes hondureños a la frontera México-Guatemala. El fariseísmo y doble moral, con los que muchas veces calificamos a las políticas estadounidenses hacia nuestros paisanos que se encuentran allende el Bravo, son algo que resulta grotesco y esquizofrénico, sobre todo en un estado de clara “vocación” migrante como Zacatecas. Además, lo peor de todo, le seguimos el juego a Donald Trump en su afán de convertir a nuestro país en una zona de contención para evitar la llegada de los inmigrantes centroamericanos, ahora que su infame y célebre muro duerme en los brazos de Morfeo.

En su infinita ignorancia, compartida por docenas de millones de sus votantes —y otros tantos mexicanos, como acabamos de comprobar—, Trump afirma que México debe detener a los inmigrantes indocumentados centroamericanos, y de otros países, para evitar que ingresen a Estados Unidos, sobre todo ahora que estamos a un par de semanas de las elecciones legislativas en EU, las cuales se convertirán en un referéndum para la administración de la Bestia Trump, quien ha señalado que si el gobierno mexicano falla en su función de “barricada”, nuestra frontera norte será «sellada militarmente», lo que sea que ello signifique. Sabemos bien que dichas políticas podrán hacer más difícil el flujo migratorio, pero no lo detendrán porque llegar a Estados Unidos no es, totalmente, el factor que atrae a los migrantes: la violencia en los países centroamericanos es hoy el elemento de empuje, tal como lo fue en las últimas décadas del siglo XX.

Durante gran parte de la pasada centuria, como apuntamos en este espacio hace unas semanas,[i] Estados Unidos tomó decisiones estratégicas que causaron un gran daño a los países centroamericanos, por ejemplo, apoyando a los dictadores, en la década de 1980, como peones en el ajedrez de la Guerra Fría para «luchar contra el comunismo», y situándose del lado de gobiernos corruptos, en el siglo XXI, para «combatir a los traficantes de drogas». En este sentido, la imagen del poder desenfrenado en Guatemala, en los 80’s, era la de un soldado y un tanque que se enfrentaban a civiles desarmados. En nuestros días, el poder guatemalteco está representado por un oficial de policía fuertemente equipado, con un uniforme negro y una máscara de esquí, conduciendo una camioneta 4×4, con o sin placas de circulación. Sin embargo, la violencia en Guatemala se remonta a los años 50’s, cuando la CIA orquestó un golpe de Estado contra el popular presidente Jacobo Arbenz y, a partir de entonces, ese país entró en un sangriento período de dictaduras militares y guerra civil. Por ende, cualquier persona sensata podría darse cuenta de que Estados Unidos es el motor que genera la migración a través de sus malas decisiones en política exterior.

En la citada década de 1980, EU concedió asilo político a menos del 3 por ciento de los solicitantes salvadoreños y guatemaltecos. Miles de personas que huían para salvar sus vidas fueron llamados «refugiados económicos» y enviados de vuelta a una muerte segura. Como reza el conocido adagio, repitiendo las malas decisiones históricas, en lugar de abordar la corrupción, la violencia y la pobreza como las causas subyacentes de la migración, el gobierno de Estados Unidos se convirtió en el origen de aquello que buscaba evitar, además de empeorar dicho círculo vicioso al perseguir una política de deportación masiva que desafía el derecho internacional humanitario.

Retomando el caso de Guatemala en los 80’s, el anticomunismo combinado con prejuicios atávicos produjo un clima propicio para «deshumanizar» a toda una población convertida en objetivo militar, lo cual provocó un genocidio contra la mayoría de los mayas, junto con la violencia sexual empleada como un arma por el ejército. La Comisión de la Verdad de Guatemala documentó la responsabilidad militar en el 93 por ciento de toda la violencia ejercida durante los 36 años del conflicto armado interno, el cual provocó 200 mil muertos, 50,000 desaparecidos, 626 masacres en pueblos y 1.5 millones de desplazados internos.[ii] En tal escenario, la CIA proporcionó armas y asesores a un ejército genocida, incluso después de que el congreso estadounidense cortara la asistencia militar debido a graves violaciones de los derechos humanos.

Tras el genocidio y la violación sistemática de mujeres mayas, los militares guatemaltecos desplegaron una campaña de silencio forzado y violencia de género para mantener el control sobre sus víctimas. De hecho, Estados Unidos ha entrenado soldados guatemaltecos desde la década de 1940. Y, por si alguien se pregunta en qué afectó esta política genocida a México, sólo debemos mencionar que la ferocidad y ansia de sangre con la que se conducen varios cárteles mexicanos fue algo que aprendieron de las fuerzas especiales guatemaltecas, los kaibiles, adiestrados por el ejército de EU.[iii]

Y mientras los genocidas quemaban cientos de pueblos mayas en Guatemala, el ejército salvadoreño, apoyado por Estados Unidos, llevó a cabo una sangrienta represión contra todos los que se atrevieron a disentir con las dictaduras militares que sostenían a una de las sociedades más desiguales del hemisferio. En 12 años, el ejército salvadoreño asesinó a más de 75,000 civiles, incluyendo al siempre valeroso arzobispo Óscar Romero en 1980 —recién canonizado—,[iv] además de la brutal violación y asesinato de tres monjas estadounidenses así como un misionero de la Catholic Foreign Mission Society of America, junto con el homicidio de seis sacerdotes jesuitas, su ama de llaves y una joven, en sus habitaciones de la Universidad Centroamericana en San Salvador, durante 1989.

Aunque se firmaron acuerdos de paz en El Salvador (1992) y Guatemala (1996), nunca se abordaron las causas profundas de la violencia. Por ejemplo, en Honduras nunca hubo un pacto de paz porque, técnicamente, nunca estuvo en guerra, aunque dicho país sirvió como una base militar gigantesca para las operaciones de Estados Unidos en la región, lo cual trajo una enorme ola de violencia contra el pueblo hondureño, algo que nunca le importó a la administración de Ronald Reagan, a quien sólo le interesaba exterminar la revolución sandinista en Nicaragua apoyando a los «Contras», el ejército ‘sustituto’ de EU en cuyo abastecimiento también participaron los cárteles mexicanos, como mencionamos en la columna de hace un par de semanas.

Casi cuarenta años después, la distribución de la tierra y la riqueza en la región se encuentra entre las más desiguales del hemisferio, lo que ha provocado una gran desnutrición y un alto índice de analfabetismo en la mayoría de la población de los tres países mencionados. Hoy en día, Guatemala, El Salvador y Honduras tienen una de las tasas de homicidio más altas de todas las zonas del mundo que no están en guerra.

Además, en Guatemala, las organizaciones paramilitares se han reestructurado y afianzado en una compleja red de delincuencia organizada, narcotráfico y pandillas, cada una con vínculos en diferentes unidades de la policía y el ejército, así como los partidos políticos. Estos grupos violentos constituyen una estructura de poder paralela que sigue dominando el país. Por su parte, ex–generales y otros altos funcionarios de las dictaduras han asumido funciones en el gobierno civil y los organismos políticos, al tiempo que siguen utilizando la violencia para perseguir sus propios fines. Algunos dominan áreas geográficas particulares, otros se dedican al tráfico de drogas o a la delincuencia organizada de alto nivel. Tales pandillas controlan territorios y a la gente que allí vive.

Todos estos elementos de la estructura de poder se entrelazan entre sí, tanto en relaciones verticales como horizontales, por ejemplo, las pandillas hacen pagos a la policía para que ésta no interfiera con sus operaciones, pagos que fluyen hacia «arriba»: los policías locales tienen que dar una cierta cantidad de dinero a su jefe, quien a su vez tiene que pagarle a su superior. Mientras, en los niveles más altos se encuentran los traficantes de drogas, que pueden comprar los servicios de alguien mucho más experimentado en la policía, para enviar algunos de los pagos hacia «abajo», a oficiales en particular.

Al mismo tiempo, los narcotraficantes y los grupos del crimen organizado a menudo pagan a los miembros de las pandillas locales para hacer trabajos por contrato, con el fin de apoyar el tráfico ilícito y las estructuras de poder existentes. Estos «encargos» van desde las actividades violentas como sicarios, secuestradores, pirómanos, extorsionadores y ladrones de automóviles, hasta el reclutamiento de traficantes de bajo nivel y otras redes de apoyo a los cárteles y al crimen organizado. Las pandillas son los esbirros locales de los traficantes internacionales de drogas y otras organizaciones delictivas. En resumen, las pandillas no son sólo parte de una delincuencia local, son extensas redes de violencia, sobornos, amenazas y clientelismo que forman parte de organizaciones criminales transnacionales más grandes.

Lo anterior se suma a los profundos niveles de violencia cotidiana en todos los niveles de la sociedad, desde la familia hasta la comunidad y la nación, lo cual es un importante factor de empuje para la migración: hombres jóvenes que huyen de la violencia de las pandillas y de la familiar; niñas de comunidades rurales obligadas a casarse, a los 13 años, con hombres del doble de su edad; sobrevivientes de la violencia doméstica y de las violaciones tumultuarias; testigos de delitos que escapan de la persecución policial; propietarios de pequeñas empresas que ya no quieren pagar las extorsiones de las pandillas ni soportar sus amenazas de muerte; campesinos mayas desaparecidos, torturados y asesinados después de exigir sus derechos sobre la tierra, o negarse a dejar que su propiedad sea explotada por las mineras o que su comunidad sea destruida para construir una represa hidroeléctrica; mujeres jóvenes que escapan de las violaciones y/o las amenazas de muerte, después de negarse a ser «novias» de los líderes de las pandillas; familias enteras que huyen después de haber buscado justicia para sus parientes asesinados.

Y, como bien sabemos, la participación del Estado en este escenario dantesco va desde tolerar la violencia y las actividades delictivas, hasta la corrupta aceptación y la complicidad, dejando a los ciudadanos, especialmente a los jóvenes, impotentes y con pocas opciones, aparte de la huida. Cuando el sistema judicial no ofrece ningún recurso a las víctimas de los delitos, se convierte en cómplice de los delincuentes. Mientras varios fiscales valerosos continúan presionando por lograr la justicia, el sistema judicial continúa siendo, en el mejor de los casos, lamentablemente inadecuado para proteger los derechos de sus ciudadanos. Y, en el peor, facilita la impunidad, esto es, la violación de la ley por parte de los encargados de defenderla.

Al igual que en la década de los 80’s, los centroamericanos han respondido escapando para sobrevivir. Sólo en 2013, más de 900,000 guatemaltecos emigraron a Estados Unidos, junto con 500,000 hondureños y 1.2 millones de salvadoreños. Y, como hemos visto en las noticias recientes,[v] muchos de ellos son niños: desde octubre de 2013 hasta agosto de 2015, más de 102,000 menores no acompañados se encontraban entre quienes hacían el peligroso y costoso viaje desde América Central, a través de México, para cruzar la frontera con Estados Unidos.

Por su parte, las pandillas son un problema serio en América Central porque están apoyadas por la corrupción política. De hecho, como podemos ver, la descomposición del tejido social en Centroamérica es similar a la que estamos experimentando en México, lo que echa por tierra los argumentos de nuestras bestezuelas y émulos de Trump, relativos a que los migrantes centroamericanos vienen a «establecerse para siempre» en nuestro país, en virtud de que lo único que podemos ofrecerles es el mismo infierno del que acaban de salir.

Además, por supuesto que la deportación masiva no pondrá fin a esta violencia, como tampoco detendrá la migración. Incluso, si Trump cumple su promesa de deportar a los miembros de las pandillas salvadoreñas MS–13, eso puede empeorar las cosas. Lo que Estados Unidos necesita hacer es reparar, en la medida de lo posible, los errores que más de un siglo de políticas genocidas provocaron en América Central, para romper con el círculo vicioso de violencia–migración–deportación–violencia en el cual también se encuentran atrapados como el Uróboros, la serpiente que se devora a sí misma.

Notas de referencia:

[i] https://tropicozacatecas.com/2018/10/07/axis-mundi-guerra-sin-fin/

[ii] Curiosamente, son cifras similares a las que va dejando la guerra de baja intensidad contra los cárteles que estamos padeciendo en México, guerra que, todo indica, también fue instigada por EU: https://elplomero.files.wordpress.com/2018/07/los-carteles-no-existen-oswaldo-zavala.pdf

[iii] https://www.excelsior.com.mx/nacional/2015/05/13/1024022

[iv] https://mundo.sputniknews.com/sociedad/201810201082868208-san-osacar-romero/

[v] https://www.nacion.com/el-mundo/interes-humano/detencion-de-ninos-migrantes-en-estados-unidos-un/EEE5TKBCBNCY3HA3ZG72BB6FXU/story/

Carlos Hinojosa*

*Escritor y docente zacatecano

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