La pandemia ha traído consigo un sinfín de cambios en la vida en sociedad, con ello incluso, un concepto de la sociología que en los últimos meses se ha vuelto tan presente y tan paradigmático: la nueva normalidad.
En corto. La idea de lo normal es un concepto que comenzó a fraguarse en el siglo XIX, cuando el sociólogo francés Émile Durkheim distinguió en su libro “Las reglas del método sociológico” los hechos sociales normales de los patológicos (o anormales), sentando así un precedente que casi un siglo después fue finalmente estructurado como lo conocemos ahora; de Michel Foucault es que entendemos a la normalidad como aquellas normas de conducta cuya realización o transgresión conlleva una sanción: la recompensa o el castigo –la exclusión–, respectivamente.
Siguiendo este orden de ideas, la nueva normalidad es la potenciación del rigor en las medidas de higiene, llegando incluso al confinamiento como medida idónea para prevenir y evitar el contagio del virus SARS-CoV-2 y estableciendo como principio el distanciamiento social y la responsabilidad colectiva para la convivencia en espacios públicos, teniendo como sanción la exclusión y el señalamiento de aquellos que transgreden la misma.
La pedagogía dentro de este paradigma ha sido una de las disciplinas más transformadas. Con una serie de reglas y criterios se han sentado las bases para poder desarrollar las clases, los docentes han fijado los lineamientos a partir de los cuales se debe asistir virtualmente a las videoconferencias en las que se imparte la cátedra y con ello se ha emprendido un nuevo reto: conservar la atención de los alumnos cuando frente a ellos se encuentra una puerta al mundo.
Abundando a lo anterior, la transformación de la educación dentro de este contexto ha hecho latente la necesidad de la innovación en los métodos de enseñanza, la adaptación a los tipos de aprendizaje de los receptores de la información, no dejando de lado el reto que por sí misma representa la evaluación de los aprendizajes obtenidos en un ambiente incómodo por completo para lo ya establecido.
Muchos profesores han optado por establecer como obligatorio el tener activada la cámara durante las sesiones, así como permanecer en todo momento frente al monitor de la computadora, pretendiendo asemejar el método al de las clases presenciales, prescindiendo de las desigualdades económicas –que con la pandemia se han padecido más–, así como suprimiendo la individualidad del aprendizaje que de las sesiones abstrae cada alumno y reduciendo la idea de las videoconferencias a una exposición de 1 hora o más por parte del docente, dependiendo de lo que señalen los horarios escolares. El dinamismo que debería tener una cátedra se pierde cuando la atención de los alumnos se desvía; la pandemia metió a la vieja escuela en camisa de 11 varas.
Ahora bien, Foucault encontró en las escuelas, así como en los hospitales y las prisiones, una forma de organización política a partir de la arquitectura, esto es, de la idea del panóptico –concepto retomado de Jeremy Bentham–, el cual es una tecnología del poder a través de la cual son vigilados los sujetos que se encuentran en su radio de visión. Esto se ha remarcado con las clases virtuales, el profesor se ha convertido completamente en un vigilante.
Para revertir lo anterior, considero pertinente el replanteamiento de la planeación de las clases y, particularmente, de los métodos para impartirlas. Es decir, las aulas virtuales deben de ser un medio para transmitir conocimientos y no para encarcelarlos. En ese tenor, debe haber más consideraciones tanto para los alumnos como para los maestros, el proceso de adaptación no ha sido nada sencillo, y también, debe haber constancia en las evaluaciones, sin reducirse a los exámenes virtuales que per sé son ineficaces en su finalidad.
Estamos a buena hora.
Óscar Peña*
*Estudiante de séptimo semestre de la Licenciatura en Derecho, de la UNAM