Axis Mundi: ¿Cultura o supermercado?


Pareciera que, en el momento actual, la cultura, o la idea que se tiene de ella, se encuentra en una fase de gran flexibilidad, ya sea que se le considere como una actividad humana en franca degradación, como señaló alguna vez Vargas Llosa —antes de integrarse a la «cultura del espectáculo» que tanto pretendía odiar—, o un aspecto vital de nuestra especie que aún puede ser rescatado, de acuerdo con la visión de Zygmunt Bauman (1925–2017). Lo cierto es que, tal vez como un signo de los tiempos, en bastantes sectores de la «sociedad planetaria», lo que la gente señala como cultura depende, en buena medida, de lo que las personas consideran como la libertad individual de elección. Aunque lo anterior sea, como lo descubre el protagonista de Matrix, una mera ilusión.

Ya que debe analizarse si de verdad existe esa «libertad de elección» y si, acaso, realizar dicha «elección» permanece como algo inevitable, más aún, como se concebía en los conceptos previos de cultura, una necesidad vital, un deber, como afirmaba T.S. Eliot, «[cultura es] todo aquello que hace de la vida algo digno de ser vivido».[i] Y lo anterior también implica algo que suele estar ausente en nuestro actual entorno, una responsabilidad, la compañera inseparable de la «libre elección», misma que parece descansar donde las circunstancias de la globalización la han forzado a arrinconarse: en los hombros del «individuo», no en el sentido positivo del término (un ente que piensa por sí mismo y acepta las consecuencias de sus actos), sino en la de un ente «parcelado» (encerrado sobre sí mismo en su cáscara de crustáceo, carente de solidaridad y empatía, tormento con el que lidiamos de manera cotidiana).

Lamentablemente, es dicho «individuo» a quien se le ha nombrado como único gerente de las «políticas vitales», mismo del que Ortega y Gasset, con notable capacidad analítica e intelectual, anticipó su llegada al escenario de la comedia humana:

Heredero de un pasado larguísimo y genial —genial de inspiraciones y de esfuerzos— el nuevo vulgo ha sido mimado por el mundo en torno. Mimar es no limitar los deseos, dar la impresión a un ser de que todo le está permitido y a nada está obligado. La criatura sometida a este régimen no tiene la experiencia de sus propios confines. A fuerza de evitarle toda presión en derredor, todo choque con otros seres, llega a creer efectivamente que sólo él existe, y se acostumbra a no contar con los demás, sobre todo a no contar con nadie como superior a él. Esta sensación de la superioridad ajena sólo podía proporcionársela quien, más fuerte que él, le hubiese obligado a renunciar a un deseo, a reducirse, a contenerse. Así habría aprendido esta esencial disciplina: «Ahí concluyo yo y empieza otro que puede más que yo. En el mundo, por lo visto, hay dos: yo y otro superior a mí».[ii]

La cultura de nuestros días consiste en «ofrecimientos» más que «modelos». Como lo ha expresado Pierre Bourdieu, «la cultura se dedica a tender tentaciones y establecer atracciones, encantando y seduciendo, no con la regulación normativa; con Relaciones Públicas en lugar de supervisión de políticas; con la producción, siembra y plantación de nuevas necesidades y deseos, en lugar de con el deber».[iii] Ya que, verdad de Perogrullo, la nuestra es una sociedad de consumidores y, así como el resto de las actividades humanas, la cultura, como lo manifiesta Bauman,[iv] se ha convertido en un almacén de productos listos para ser consumidos, cada uno compitiendo por la cambiante e inestable atención de consumidores potenciales, con la esperanza de atraerlos y retenerlos un poco más allá del fugaz momento de interés del que, cada vez en menor cuantía, son capaces de brindar.

El abandono de las normas rígidas, dando rienda suelta a la indiscriminación, sirviendo a todos los gustos, sin privilegiar a ninguno; alentando la satisfacción y la «flexibilidad» (un nombre políticamente correcto para lo que antes conocíamos como «cobardía»), echando alabanzas a la inestabilidad y la inconsistencia; todo ello es la estrategia «correcta» a seguir. Por tanto, no se recomienda enarcar las cejas, o torcer los labios superiores. Bien decía Octavio Paz:

la civilización del espectáculo es cruel. Los espectadores no tienen memoria; por esto tampoco tienen remordimientos ni verdadera conciencia. Viven prendidos a la novedad, no importa cuál sea con tal de que sea nueva. Olvidan pronto y pasan sin pestañear de las escenas de muerte y destrucción de la guerra del Golfo Pérsico a las curvas, contorsiones y trémulos de Madonna y de Michael Jackson. Los comandantes y los obispos están llamados a sufrir la misma suerte; también a ellos les aguarda el Gran Bostezo, anónimo y universal, que es el Apocalipsis y el Juicio Final de la sociedad del espectáculo.[v]

Una encomiable y decorosa cualidad en una sociedad en la que las redes han reemplazado a las estructuras y donde el juego «te conecto/te desconecto», junto con una interminable procesión de cables y dispositivos inalámbricos, ocupan el lugar de lo «determinado» y lo «consolidado». La fase presente de la transformación gradual de la idea de «cultura», de la forma que todavía le tocó a varias generaciones con las que aún convivimos, esto es, la inspirada por la Ilustración, a la circunstancia poliforme (y, por ello, amorfa) en la que ha reencarnado en los tiempos que corren, ha sido impulsada y operada por las mismas fuerzas que promovieron la emancipación de los mercados de las restricciones de naturaleza no económica que aún quedaban (las sociales, políticas y éticas, entre otras). Gilles Lipovetsky, al querer convencernos de la inevitabilidad de esta desgracia, describe dicho panorama de la siguiente manera:

Al cabo de mucho tiempo, el capitalismo creó una cultura, es decir, un sistema de normas y valores, pero aquélla estaba limitada, frenada y contextualizada por todo un conjunto de dispositivos (la Iglesia, el Socialismo, el Estado republicano, la Nación, el Arte, la Escuela, las culturas de clase) que impedían la legitimación universal y global del mercado, el advenimiento de una sociedad de mercado. Esto ha cambiado: aunque estas instituciones perduran, ya no funcionan como contrapesos efectivos en el orden homogéneo del mercado que […] se impone como cultura global sin fronteras, como un sistema de referencia dominante, una nueva forma general, para el individuo y la sociedad, de vivirse, de verse, de proyectarse, de conducirse. En la actualidad todo se piensa en términos de competencia y de mercado (desde la clasificación mundial de Shanghái, hasta las universidades se han incluido en el orden de la competencia internacional), de rentabilidad y éxito, de máximos resultados al menor coste, de eficacia y beneficios.[vi]

Al perseguir su propia emancipación, la economía contemporánea, enfocada en el consumidor, se basa en el exceso de ofertas, su acelerada degradación y la expedita disipación de su poder seductor, lo cual la convierte en una economía de derroche y desperdicio, ya que no hay manera de saber cuáles de todas las ofertas resultarán lo suficientemente tentadoras para estimular los deseos consumistas, la única forma de tener una idea de ello es a través de pruebas y costosos errores.

Un suministro continuo de nuevas ofertas, así como un creciente y constante volumen de bienes a ofrecer, son necesarios para mantener una eficiente circulación de «productos», junto con el deseo de reemplazarlos con «nuevos y mejorados» bienes, constantemente actualizados, al tiempo que se previene que la insatisfacción del consumidor con los productos individuales se convierta en un descontento general con el modo de vida consumista como tal. La cultura se está tornando ahora en una de las secciones del tipo «todo lo que necesitaba y sólo podía soñar con ello» de la pantagruélica tienda departamental en que se ha transformado nuestro planeta, ya no habitado por seres humanos, sino por «consumidores». Como en otros departamentos de dicha tienda, los estantes se abarrotan con productos que se cambian a diario, mientras los mostradores son adornados con los anuncios de las últimas ofertas que están destinadas a desaparecer dentro de poco, junto con las atracciones que muestran.

Productos y anuncios, a la par, han sido diseñados para despertar deseos y activar fantasías, tal y como señala la famosa frase de George Steiner, «para lograr un máximo impacto y una obsolescencia instantánea».[vii] Sus comerciantes y redactores publicitarios cuentan con el feliz maridaje entre el poder seductor de las ofertas así como la arraigada y sana perspectiva de «necesito a superarte a como dé lugar» de sus consumidores. Lipovetsky describe lo anterior lúcidamente, aunque de tal vez no sea su intención estar en contra de ello:

La cultura no es ya sólo una superestructura sublime de signos, sino que remodela el universo material de la producción y el comercio. En este contexto, las marcas, los objetos, la moda, el turismo, el hábitat, la publicidad, todo tiende a adquirir una coloración cultural, estética y semiótica. Cuando lo económico se vuelve cultura y cuando lo cultural cala en la mercancía, llega el momento de la cultura–mundo. Por lo cual ésta trasciende no sólo los particularismos de las culturas locales, sino también las antiguas dicotomías que diferenciaban producción y representación, creación e industria, alta cultura y cultura comercial, imaginario y economía, vanguardia y mercado, arte y moda.[viii]

La cultura de un entorno tan inefable como el nuestro, lejos de los orígenes latinos del término, no contempla «personas» susceptibles de ser «cultivadas»; en lugar de ello vislumbra «clientes» para ser seducidos. Y al contrario de la época que conocimos como «modernidad», no desea trabajar en sí misma; eventualmente, lo más rápido posible, busca estar fuera de cualquier labor. De hecho, su tarea ahora es lograr que su propia supervivencia sea permanente, a través de temporalizar todos los aspectos de la vida de sus antiguos custodios, que han renacido como sus clientes.

Notas de referencia:

[i] Citado en Mario Vargas Llosa, La civilización del espectáculo, Madrid, Alfaguara, 2012, p. 70.

[ii] http://www.laeditorialvirtual.com.ar/pages/Ortega_y_Gasset/Ortega_LaRebelionDeLasMasas01.htm#ind8

[iii] Citado en Zygmunt Bauman, Culture in a Liquid Modern World, Cambridge, Malden, Polity Press, 2011, p. 12.

[iv] Some notes on the historical peregrinations of the concept of «Culture», http://www.culturecongress.eu/en/theme/theme_masses_of_culture/bauman_chapter1

[v] Octavio Paz, «Chiapas: hechos, dichos y gestos», en Obra completa, v, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2002, p. 546.

[vi] Gilles Lipovetsky y Hervé Juvin, El Occidente globalizado, Barcelona, Anagrama, 2010, pp. 23–24.

[vii] http://www.milestoneproject.cat/en/program/conferences/luis-arenas-3/

[viii] Lipovetsky y Juvin, op. cit., pp. 14–15.

Carlos Hinojosa*

*Escritor y docente zacatecano

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